Por Carolina Zamudio*
Crédito de la foto (Izq). Éditions Villa Cisneros /
(Der.) Youtube
9 poemas de Rituales del azar (2017),
de Carolina Zamudio,
traducción al francés por Rèmy Durand
Teoría sobre la belleza
La belleza no cabe
en un trozo de papel
sí en los ojos. Como ajustar
el enfoque de una lente
por detrás.
No en la punta de la lengua
más allá.
Cabe en el aire
al abarcar el ser.
Puede asirse la belleza
en silencio al reposar el cuerpo
desde atrás, en eso de ser
atesorar lo que haya sido
y bello es.
La belleza habita en la oscuridad
el don que nos fue dado oculto
la cáscara que se quita
lo bello es un fin vacío de principios
nace en el último tramo del próximo deseo.
La belleza abraza la luz de la muerte
o desata la nebulosa de la vida.
Centro y fin
I
El último abrazo
antes de la primera muerte
el franco coqueteo con la locura
la vez que el amor
fue un pozo
absoluto
como el cosmos
el aliento originario de un más allá difuso
de la única verdad
que es el nacimiento.
II
La vida no está allá
ni entonces.
La vida es esta
este aliento, esta piel
esta sensación de pozo seco
de colmena abandonada
de centro y de fin.
III
El vacío tiene el peso
de lo absoluto
nunca menos.
Centro.
El vacío es
la medida del mundo.
Atardecer de culto
I
Las cosas bellas también se lacran.
Cuando terminan pueden doler
como si algo se soltara. Pesar
como lo perdido.
II
Atardece. Un párpado a punto de cerrarse.
Un dios que no es mío
ofrece sus prodigios.
Artista solitario que golpea
justo a los vacilantes
guiña un ojo escondiendo un sol
y nada hay allí de culto. Todo
solo belleza que atardece.
Sin red
En tierra de mariposas
a la caza de sofismas.
Sin red.
La noche tiene un balcón
con vista hacia adentro.
A veces ingreso.
Amo el silencio que duerme
la casa. Y yo
todo agita
yo muchos, ninguno
desde afuera hacia un bullicio único
que todo ancla
vierte.
Noche: tus pasillos me develan
el infinito
y ese yo.
Los otros claudican.
Codicia
Hay reparo, avaricia en los bordes de la lengua
lo que se derrama todo inunda
un hueco de luz amanecido ancla
a una ventana la tarde
la frescura densa del agua
agita a lo lejos
por el ángulo de mis piernas sale el sol
donde antes se escatimaba un cuento
fantástico relato delira jadeante
la magia que cabría a lo lábil del momento
en historias prestadas oscurece demente
no hay ahora, nunca, quien extraiga y cuente
que dos cuerpos usados apenas improvisan.
Llorar
Llorar no es limpiarse
es mojar un vestido
correr el maquillaje
ahuecar los surcos de la cara
como cauce de deshielo
es sangrar del color de la piel
dejar algo esparcido
con anticipación, sobre la tierra.
Limpiar los ojos sí.
Después de llorar
lo que se ve recupera el foco
el paisaje es más claro
la flor naranja, intensa
hasta el tacto más sensible.
Limpiar
es solo cosa del agua
quizá de la lluvia, que no es agua
solo un rito que esclarece.
Las lágrimas son como de aceite
deslizan aquello
que —desde adentro—
viscoso
no puede más que verterse.
Detrás de los árboles
Dulces tardes de castañas tostadas
miro el otoño desde la ventana
veo pasar
—secuencia perdida, hilván de puntadas largas—
el camino hasta aquí.
El azar me trae remotamente, tironea
el cuadro sin acabar detiene el momento:
“no te atrevas a hablarme”.
La noche se apura detrás de los árboles desguarnecidos
y solo sé que esta tarde volverá ocre
a rodar su cadena de dudas
cuando delante esté
¿el mar, el desierto, las pampas?
la paleta desvanezca marfiles
los convierta en recuerdos.
Alguna vieja palabra punzante
este profundo silencio de la casa
todo vendrá.
Certeza
La muerte no se llora en remolinos de certeza.
Sucede —casi siempre— en medio de arrebatos
de una alegría a otra
se calla y fecunda en el centro del miedo.
La vida es una grieta de luz
que transcurre entre el negro más puro
y la oscuridad infinita.
Vivimos encendiéndonos estertores
no lloramos porque estamos mudos
y —como música de cajas huecas—
queremos escapar del cuerpo buscando alivio.
La muerte anda por ahí burlona
aguijonea eso que nombramos ausencia
es quien manda a otros a que vistan el cuerpo.
Entonces tememos no ser rozados
abrazados ya por nuestros hijos.
Conjeturamos, tarde, otros finales
como dueños de esa vida que compartimos
—tiempo y espacio—.
Huimos, esquivamos
nos plantamos arrogantes desvalidos
ante nuestra propia vida.
Si acaso contuviera ese mohín
que no llora o se llena de argumentos:
ante nosotros, los otros
y el único con una certeza.
Creemos vivir
un espasmo
un cortocircuito
un infarto en la carrera entrecortada por el sueño
como ese del que despertamos
preguntándonos si es cierto
si seguimos vivos
o acaso fuimos nosotros.
Y descubrimos que la muerte puede ser
ese instante luminoso
que sucede tras el negro y largo rato
que alguien nombró vida.
La muerte vive y es la única certeza.
Los zapatos en la hamaca
Los zapatos de la muerta en la hamaca. Aparecieron en sueños. Me empujaron al día.
Estaban justo debajo de la hamaca en el patio de mi casa. Eran cerrados, color cobre. Era
el patio de la casa de mi madre. Mi casa. Era la hamaca de mis hijas. Ella. Esos
zapatos eran de la muerta. ¿De quién? Solo supe que había muerto.
La memoria trae en sueños
muertos desconocidos. Profanados.
¿Quiénes son estos a quienes la vigilia trae en sueños?
No son míos. Despierto solo para recordarlos.
Me alerta su urgencia de que los recuerde.
¿Salvarlos del olvido?
¿Necesitan descansar en paz? Como yo.
No me dejan. Mi conciencia en reposo se resiste a morir.
Despierta y vive muertes.
Cierta memoria aún vive en mí.
O vivo para revivirla.
Al alba, junto conmigo.