Por Rafael-José Díaz*
Crédito de la foto (izq.) archivo del autor /
(der.) Ed. Pre Textos
5 poemas de Bajo los párpados de quien se aleja (2021),
de Rafael-José Díaz
HACE tiempo que no veo a ningún amigo de infancia
y me pregunto si habrá muerto alguno,
pues ya han muerto varios de los amigos que conocí después,
en tiempos que unen menos, pues en la infancia,
cada vez más lejana a pesar de estar fija,
clavada en un rincón de la memoria,
lo compartido era la vida que nacía,
que nacía para todos en ese mismo instante,
y lo que vino después, en cierto modo,
es la desgarradura de esa vida arrancada
por la propia vida, ahora ya un ilusorio
patrimonio personal, desligado de todos,
sí, me pregunto
qué habrá sido de los amigos con quienes no nos daba miedo
explorar los barrancos prohibidos,
llenos de cachivaches que no comprendíamos,
descubrimientos que brillaban
para nuestra curiosidad a manos llenas,
los amigos con quienes nos escapábamos
por los caminos ondulados montaña arriba
hasta que oscurecía, prometiéndonos
no decir nunca a nadie lo que allí había pasado,
lo que habíamos visto en la casa sin dueños,
promesas que quizá alguno incumplió años más tarde
cuando no parecía tan importante guardarlas
como en la infancia, aquel batiburrillo de escapadas y llantos,
de lealtades y esperanzas, sol poniente
cayendo a la velocidad con que los huesos
entrechocaban al correr para llegar a tiempo
a los coches donde nos esperaban nuestros padres,
ya arrancados, al borde del barranco,
con nuestras mochilas cargadas en el maletero
y termos de colacao caliente, reparador,
que de una sentada nos bebíamos sin la debida gratitud,
esos amigos de la infancia nadie sabe
cuándo dejamos de verlos, aunque de alguno
haya recuerdos posteriores, de la primera adolescencia,
cuando ya no era lo mismo porque no estábamos todos
y habíamos olvidado cómo se jugaba,
en realidad fue entonces cuando comenzó
otra vida en la que aquella
era un cascarón dejado atrás, incómodo,
que hubiéramos preferido destruir
pero que se enredaba una y otra vez
entre las piernas a medida que avanzábamos,
la infancia de los amigos que desaparecieron para siempre
y que, aunque alguna vez veamos
por pura casualidad, no son ya ellos
ni nosotros somos nosotros,
y sin embargo algunos secretos
sí que fueron conservados y en algún lugar
brillan los mismos ojos de los atardeceres prohibidos.
A VECES había que ir a buscar a los amantes a un pueblo lejano del norte,
y ellos se escondían detrás de la palmera de una plaza
o querían subir por la pendiente que llevaba a un antiguo convento
para ver qué había detrás,
sí, no era fácil, había que buscar en los mapas
direcciones confusamente escritas,
recorrer barrios en los que no se había estado nunca
y disipar con los últimos restos del deseo
la desazón del lugar, la impericia en la búsqueda,
pues los amantes, a veces, estaban escondidos en un bosque
o en lo que había sido un bosque,
convivían allí con neonazis y luciérnagas,
y al cruzar las avenidas completamente a oscuras
de un bosque, tiritando,
veíamos brillar también las barras de metal, fosforescencias suspendidas,
¿sabía aquel amante que unas semanas después se suicidaría?,
¿en qué restaurante trabajará ahora aquel otro,
al que vi por última vez
a través de los cristales, sin atreverme a entrar,
de un bar recién inaugurado en el centro,
de quién serán ahora
sus decenas de pares de zapatos?,
a los amantes los recogía a veces en un lugar convenido
y al llegar a mi casa se desnudaban
como si fuera una condena estar allí,
y sus cuerpos crujían como si estuvieran atados
a un instrumento de tortura, y era tan sólo un abrazo
con todas mis fuerzas lo que los ahogaba,
sentíamos cómo luchaban los cuerpos
para no morir, y mordíamos las sábanas,
nos enredábamos en los decúbitos supinos
y patentábamos posturas que cualquiera
hubiera escogido para su despedida del mundo,
había amantes zafios, inteligentes, pasionales,
pulcros, aventajados, tímidos, precoces, gráciles,
amantes que en el interior de unos arbustos
se hacían los muertos para que yo supiera
lo mucho que el deseo se parece a la ausencia,
bocas que se besaban dentro del agua
y dejaban en el mar la saliva de la muerte,
bocas a las que les bastaba decir una palabra
para pulverizar las inestables torres construidas por la ternura a lo largo de los meses,
y así hasta que todos los amantes se fueron,
incluso los que lloraban en las pequeñas despedidas
y llamaban por teléfono cinco veces al día,
incluso esos acabaron yéndose, devolvieron la entrada
y algunos exigieron ser recompensados
por el tiempo perdido, como si fuera posible
recobrar los instantes, vaciarlos de vida,
devolverlos al blanco original de lo no usado,
¿sabían entonces, los amantes, en medio de la combustión,
que a la larga serían confundidos
los unos con los otros, mezclados los lugares,
desmentida la hermosa singularidad de cada cara,
fusionados los cuerpos, las partes de los cuerpos,
las pieles, las espaldas, los penes, los pezones,
confundidas, incluso, las sensaciones, confundidos los orgasmos, las penetraciones,
confundidos en un solo cadáver de placeres extintos
que, silencioso, flota en la memoria?
SI NO lo escribes esta noche nunca lo harás,
su melodía borbota, pero la sangre la esconde,
la dolencia de no saber cuál es la primera nota,
la primera sílaba, esa misma dolencia es la sílaba oculta,
y el poema comienza por su propia desaparición,
pues va a borrarlo todo y debe para ello borrarse a sí mismo,
decirse, contradecirse, desdecirse, decirse
de otro modo a como estaba previsto,
pues lo que irriga cancela, lo que nace se esconde,
sirve para todo lo contrario de aquello para lo que fue concebido,
salta para sumergirse, nada para anegarse, camina para volver siempre al principio,
un poema sin vida, arrancado al vacío,
sin nada que decir, como los grillos que cantan toda la noche
a la intemperie, sin saber si esa noche
será la última que canten,
teniendo en cuenta que podría ser incluso la última noche del último día,
¿pues quién nos asegura que volverá a salir el sol
y que no nos quedaremos atrapados en la noche perfecta?,
así las cosas, cantar sin demasiado afán,
sin muchas pretensiones, sabiendo que las lámparas
no estarán siempre encendidas
y que, en fin de cuentas, el destino de las letras
es formar parte de la oscuridad
(o volver a ella, si es que de ella surgieron),
es una de las pocas cosas a las que parece sensato dedicarse
si el poeta no bebe, si no está en edad
de hacer el amor todas las noches
ni puede permitirse
vicios más peligrosos: cantar, sí, sin afán,
pero sin pausa, para llenar la noche
de noche, la oscuridad de oscuridad,
el vacío de vacío, cantar con la seguridad
de que el poema respira con el ritmo del cuerpo
y que el cuerpo se vacía en el poema,
se transforma en la página al impulso de la mano,
y si la mano se para como a veces lo hacen los grillos
no es para finalizar el canto
sino para coger aliento, distenderse, escuchar
el silencio del que el poema acabará formando parte,
la mancha de la mano que suda en la noche de verano sobre la página
y deja rastros como palabras húmedas de todo lo vivido,
de todo lo muerto en todo lo vivo,
perforaciones demasiado insistentes sobre el papel huidizo,
élitros en los dedos que, malformados o artríticos, siguen agarrando el bolígrafo
como aprendieron a hacerlo en la más tierna edad
y se deslizan de arriba abajo presionando la página
con el peso de un cuerpo que cae
y que al caer se olvida de sí mismo
hasta el final de la noche sin final.
BAJÉ a la playa a la hora en la que el sol no quema
y allí, sobre la arena, se escribe ahora,
compulsivamente, todo tipo de signos y mensajes
que yo, sin embargo, no me encuentro con ganas de leer,
escrituras depositadas allí, podría pensarse,
como un modo de comunicación con lo no humano,
ahora que cada vez nos cuesta más relacionarnos los unos con los otros,
reconocernos a nosotros mismos,
como si algo nocivo se nos hubiera infiltrado
en las neuronas, impidiéndonos
ver más allá de lo inmediato, como
me ocurrió mientras me bañaba,
quedarme hipnotizado con la imagen de mis piernas
bajo el agua, entre la arena que flotaba
como una verdad pulverizada,
mis muslos difuminados como si fuera un sueño
o una visión lo que miraba,
incapaz de otro tipo de contacto con el mundo,
deshecho y paralizado mi cuerpo bajo el agua
como si lo estuviera viendo desde fuera del cuerpo
y no formara parte de mi cuerpo la mente
que a través de los ojos contemplaba perdida,
es verdad que a mi alrededor la vida en la playa
parecía normal, los niños, las familias,
balones, flotadores, parejas, pero todo
estaba desconectado, carente de sentido,
caído en una disolución como mi propio cuerpo
visto a través del agua y de la arena,
y, como si eso pudiera ayudarme a comprender,
eché a andar a lo largo de la orilla,
una playa, dos playas, varias playas
de un espigón al otro, recordando las veces
en que, de niño, me acercaba nadando a la frontera
de las inmensas piedras, y sentía miedo
de ese límite, la carne débil de un niño
contra la piel afilada de las piedras,
algo que yo sentía sin decírselo a nadie,
pues dudaba de que nadie pudiera comprenderme,
y ahora esas piedras, que debían de ser las mismas de mi infancia,
seguían asustándome, pero por otro motivo,
también inconfesable, acaso no hubiera debido venir hoy a la playa,
pues me he dado cuenta de que hay un antes y un después
de este día: distanciarse del cuerpo
es el precio que se paga por salir adelante.
EL PADRE del amigo de infancia pasa a mi lado
y no nos saludamos, como llevamos haciendo
más de una década, en un ritual que he heredado
de mi familia, que rompió relaciones
con la familia de mi amigo de infancia
por razones que, de tan enmarañadas,
es mejor soslayar para volver
a ese momento en que el padre del amigo de infancia
pasa a mi lado como si fuera un perfecto desconocido,
lo mismo que poco antes hizo mi amigo de infancia
cuando nos cruzamos camino de la playa,
ni siquiera hubo nunca un enfado entre él y yo,
si bien la adolescencia quebró lo que en la infancia
era una unión indisoluble
que cada verano reeditábamos
sin necesidad de preguntarnos nada,
ni siquiera qué tal nos había ido durante el curso,
sino que retomábamos la fiesta
en el preciso instante en que había quedado interrumpida
el verano anterior, y así cada año
hasta que llegó un verano en el que preferí
quedarme encerrado leyendo a Proust
y ya nunca más quise volver a la piscina,
donde por aquel tiempo los únicos juegos que quedaban
eran las partidas de cartas o las conversaciones groseras propias de adolescentes,
claro que aquella reclusión mía no gustó demasiado
y el amigo de infancia se convirtió a partir de entonces
en un amigo más al que veía algunas veces
en discotecas o fiestas en casas de amigos comunes,
hasta que un día, después de que nuestras familias
se enfadarán por las razones anteriormente obviadas,
decidimos dejar de saludarnos,
y fue extraño ese momento, se instauraba
un régimen nuevo entre nosotros,
un modo distinto de relacionarnos, pues
los mismos lugares que habían sido escenario
de nuestros juegos infantiles
nos veían ahora cruzarnos como extraños,
bajar las cabezas o mirar hacia el frente,
lo mismo que ha hecho ahora su padre,
el padre de mi amigo de infancia,
y lo mismo que su hijo, el hijo de mi amigo de infancia,
que tiene doce años y no me conoce,
hará más adelante, si su padre
le cuenta alguna vez que en esos mismos jardines
jugó cuando era niño en compañía
de ese señor de barba con quien no debe hablar
porque su familia y la nuestra se enfadaron hace mucho
por razones que es preferible soslayar.
*(Santa Cruz de Tenerife-España, 1971). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna. Fue lector de español en la Universidad de Jena y en la Universidad de Leipzig. Dirigió entre 1993 y 1994 la revista Paradiso. Ha publicado entregas de su diario, entre las que cabe destacar La nieve, los sepulcros (2005), y traducciones de Arthur Schopenhauer, Hermann Broch, Philippe Jaccottet, Gustave Roud, Pierre Klossowski, Jacques Ancet, Fabio Pusterla, Ramón Xirau y William Cliff. Como ensayista, ha reunido en Rutas y rituales una selección de sus ensayos escritos entre 1993 y 2003. Y, como narrador, ha publicado un primer libro de relatos, Algunas de mis tumbas, dos libros de prosas titulados, respectivamente, Insolaciones, nubes y Disolución; y, ya en 2014, su primera novela, El interior del párpado. Mantiene desde hace más de cuatro años el blog ‘Travesías’ (www.rafaeljosediaz.blogspot.com), en el que va publicando apuntes, relatos, poemas y textos misceláneos. Actualmente es profesor en el I.E.S. Pintor Antonio López de Madrid. Ha publicado en poesía El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Moradas del insomne (2005), Antes del eclipse (2007), Detrás de tu nombre (2009) y Bajo los párpados de quien se aleja (2021). En 2012 reunió toda su poesía en un volumen titulado La crepitación. Poesía 1991-2006.