Al Sur del ecuador, de Edwin Madrid, obtuvo el Premio Único de Poesía del Ministerio de Cultura y Patrimonio del Ecuador, en el 2013. En el veredicto se señala que: “Al Sur del ecuador: un libro de planteo actual, ecléctico, lúdico, de la cotidianidad, donde lo conversacional y multiforme, la referencia a músicos y figuras literarias, constituyen una poesía visual, por momentos cinematográfica y dinámica, una suerte de “poesía de carretera” o poesía urbana de lo contingente.”
A la par, el reconocido editor español Manuel Borrás ha referido lo siguiente sobre este poemario: “Leí con sumo placer tu estupendo Al Sur del ecuador. Poemario de corte realista, donde se alternan poemas amorosos en estilo epigramático y coloquial, y poemas comprometidos con la realidad social o política de tu tan apasionante país. La estructura de tus poemas amorosos, su ritmo cuidado cercano a la prosa y a lo conversacional, así como algunos de sus giros, lo dejan bien claro. Hay también otro tipo de poema, de circunstancias, donde muestras tu oficio y apego a la tradición en la que has formado tu voz. Me refiero a «Los mirlos» en concreto, un texto de gran calidad, con metáforas frescas e ironía sutil.
En cuanto a los poemas políticos, destaca especialmente «Lago de Ometepe», donde la reflexión sobre la tragedia de la historia mira también al pasado de la poesía, a Darío, cerrando así el círculo trágico. Es un poema realmente bueno, por varias razones: la voz no sucumbe a los aspavientos, utilizas el recurso del reportaje y el tono reflexivo, un lenguaje llano donde prevalece la enunciación de los hechos, etc., es muy difícil escribir un buen poema sobre un asunto de este tipo, lo cual demuestra tu solidez como autor, el conocimiento de tus propios recursos y tu eficacia.
En fin, ese tono coloquial, el apego por lo popular y su mezcla equilibrada con las referencias cultas hacen de tu libro un poemario singular.
Por: Edwin Madrid*
Traducción al frances por Françoise Garnier
3 poemas de Al sur del ecuador,
de Edwin Madrid
Las encantadas
Son erupciones volcánicas aparecidas en el mar.
Superficies rugosas, calcáreas y negras, cicatrices del tiempo.
Al principio no existía vida, entonces llegaron las aves y
depositaron semillas incluidas en su excremento o en el fango
adherido a sus patas, otras pepitas resistentes al agua llegaron
por el mar desde el continente suramericano, troncos flotantes
que transportan iguanas, tortugas que emergieron del mar
y se convirtieron en gigantes terrestres, animales habituándose
al alimento hallado en las islas. La ley del más fuerte.
Fue la selección natural.
Galápagos está a mil kilómetros de mí, pero a los dos
nos atraviesa la línea equinoccial. He escuchado relatos
de bucaneros y filibusteros atracando en ellas,
mas no conozco Galápagos.
Sitio de naturalistas, alemanes locos, que se refugiaron
y pelearon contra la naturaleza y contra sus almas.
No conozco pero imagino si Gauguin, en vez de Tahití,
llegaba a Galápagos: la vida reptil y el siseo retratados
con retorcida, doblada y petrificada lava negra
dando lugar a saurios antediluvianos y prisioneros
calcinados en medio de una rala y esquelética maleza
como si hubiesen sido quemados por un rayo.
Todo bajo un cielo bochornoso y encapotado en el que
despuntan conos volcánicos, entre los que se deslizan
tortugas gigantes resoplando, o iguanas cruzándose
torpemente como diablillos de las tinieblas.
Pinturas dignas de todos los diablos pero no de Gauguin.
Darwin se sintió atrapado por estos retratos de las Galápagos
Y se adentró en el misterio de los misterios.
No conozco Galápagos, he leído la prosa amenazante
de Melville con grandes cactos, lastre negro poblado
de monstruos y aves color tierra posando sobre su cabeza;
para él los marinos malvados eran convertidos en tortugas,
un archipiélago maldito salido después del final del mundo.
No conozco Galápagos y soy suelo calcinado, lengua partida y escarceada por el
sol, la sal corroyendo huesos, roca áspera que repta y atrapa los colores quietos del monótono horizonte azul, descubrimiento, escondite, agua chocando contra la creación divina, vida rota, detenida a ristre para adaptarse a los tiempos. No conozco Galápagos, lenta tortuga contra los rayos del cielo y las corrientes del mar. Soy roca áspera que repta el suelo calcinado, corroído descubrimiento de los colores quietos, creación divina chocando contra la vida, horizonte azul monótono de huesos en las corrientes adaptándose al sol, escondite detenido al cielo y a sus rayos calcinados. No conozco Galápagos, soy vida del cielo y del mar, creación del tiempo, colores ásperos, agua que corroe a los tiempos, divina roca, lengua de hueso escarceada, descubrimiento de las corrientes que reptan en horizonte, suelo en ristre calcinado, a los dos nos atraviesa la línea equinoccial.
Calle los andes: sur de quito
Poníamos una piedra. Dábamos cuatro o cinco pasos y colocábamos otra, lo mismo se hacía cuarenta o cincuenta metros más arriba o más abajo de la calle. Trazada la cancha, los equipos se conformaban cotejando jugadores. Pactábamos una apuesta, un marcador y el juego iniciaba. Allí, en la calle Los Andes, aprendí que la vida era llevarse la pelota a pesar de zancadillas y puntapiés. Pero “el maestrito Betancourt”, hijo del zapatero, era un portento de ingenio, de picardía, haciendo desaparecer y aparecer la pelota ante los contrincantes, que humillados se lanzaban a sus pies tratando de apagar tanta magia. Me gustaba cuando hacía malabares hasta que tres o cuatro salían a su paso y, dando un pique, se llevaba a los rivales tras él, mientras la pelota quedaba en el sitio preciso para que yo rematara. Marcamos muchos goles. Pero nunca olvidaré el partido contra los aniñados de la Villa Flora, íbamos perdiendo 0 a 3; entonces “el Maestrito” hizo un ramo de gardenias, colgó el sol en plena noche, sacó una guirnalda de pedrería preciosa, clavó el amor en el negro lomo de un becerro, alimentó a las almas perdidas del infierno, creó música infinita, achicharró al tedio y dio paso a la fanfarria. Fue un ángel fustigando a los mercaderes, hirió de muerte a los lambones, prendió fuego en los ojos de los niños, hizo llover en el Sahara, borró todo tipo de fronteras, atravesó el Mar Rojo sin mojarse, se metió en el bolsillo cuanto transeúnte se detuvo a observarlo. Dribló a los postes de luz, las casas, los carros y tachos de basura del barrio, besó una por una a las más bonitas, escandalizó a las señoras, dio una media tijera de purísimo oro para el fotógrafo, hizo un carrusel entre los elefantes que sostienen el planeta y dejó a la pelota poliédrica reflejando el uso de nuestro tiempo.
Marosa di giorgio lee en un bar de medellín
Era una mariposa con sus poemas en un bar. Llevaba
vestido ancho de tafetán fucsia con tules negros y azules,
el sitio estaba oscuro, solo una lámpara echaba luz refulgente
sobre su libro. No leía, oficiaba misa llena de feligreses
que hacían mutis hipnotizados por su voz saltarina y grave.
Misales de corte erótico con pedrería de huertos y jardines
salían de su boca, palabras llenas de ramas, frondosas,
cargadas de espinas, bromelias, trepadoras, madreselvas,
enroscándose en las vigas del tumbado.
Por el piso se extendía kikuyo, subía por las patas
de las mesas y las de las muchachas que tenían
los ojos llenos de lágrimas a punto de reventar,
mientras la voz saltarina y grave celebraba
su canto número tres, un rizoma de palabras esdrújulas
enmarañadas en la maleza selvática de la noche.
Nadie decía nada, solo ella nombraba cosas oscuras,
retorcidas como alambres metiéndose por las orejas,
tocando las fibras del deseo y la cobardía.
El público se contenía, era como si algo malo
se estuviera anunciando, como si aquellos
que habían llegado a la misa, luego saldrían desesperados
a abrazar a sus seres muertos y olvidados.
Un olor a naftalina se esparcía en el medio,
daban ganas de arrodillarse, llorar sin compostura.
Pero llegó un perro, negro, turbio, que mostraba los dientes,
escurriéndose entre las mesas y los zapatos de la gente,
fue a subirse a la mesa, a lado de lámpara.
Tenía los ojos desorbitados y vidriosos,
se agazapó como si fuese a saltar sobre alguien,
ella empezó a acariciarle mientras leía,
el perro negro y erizo se puso manso sobre la mesa.
Nadie se movió, solo escuchaban y miraban al perro
de lana espinosa acomodarse para dormir.
Un niño, un niñito de esos que todavía no entienden el mundo
o el mundo no les entiende a ellos, señaló con su dedo acusador
al perro, su madre, al percatarse, dobló el brazo del niño, que
nuevamente señaló hacia el perro, de nuevo su madre lo dobló;
el niño hizo un gesto rotundo y volvió a levantar su mano con el
dedo apuntando al perro; entonces, su madre le dio un golpe
y se produjo un sonido impreciso y sordo,
como un ahogado susurro de conversación,
en el mismo instante en que el perro se encabritó
y salió del recinto con el rabo encogido,
dando pequeños saltos como un conejo de fieltro percudido,
al niñito le brillaron los ojos y fue tras él,
dejando la sala con la voz sonando más fuerte,
para que le escucharan hasta los que estaban afuera del bar.
Mencionaba la historia de un pájaro de cuatro pies
que no podía volar, caminaba dando doble zancadas en una jaula;
tan pronto llegaba a un extremo, emprendía el retorno,
sus patas se habían convertido en pilares musculosos,
fuertes, anchas como las de un toro de lidia,
daba brincos y aleteaba sin poder elevarse. La voz,
cada que el pájaro de cuatro pies daba un petite salto,
se elevaba como si por fin volara.
Era un poema que lo tejía y destejía,
resultaba gracioso ver a los pies de la lectora,
en una canastilla el montón de páginas encrespada
resistiéndose a perder la forma de minutos antes.
El bar estaba lleno de niebla, cuando terminó ese poema,
al fondo se escuchó que alguien bufaba y aplaudía
con entusiasmo, pero pronto uno de sus vecinos le tapó la boca
como si hubiera sido un asalto, aquel volvió a sentarse derechito
al auditorio, allí se estuvo como una gallina.
Las palabras volvieron a ser un gran manto de organdí
asentándose sobre los rostros húmedos y lóbregos esperando
redimirse escuchando textos celebérrimos, como aquel de la monja
que mostraba su seno derecho a cuanto hombre deambulaba;
uno dijo no señora monja tengo el mío en casa y apresuro el paso;
otro chistó, es un seno color azul-celeste, no me atreveré a tocarlo,
estoy en veda, no sucumbiré y corrió por un laberinto hasta
desaparecer en los cuatro muros del deseo.
Luego la monja sacó su seno izquierdo, con los senos al aire
fue a parase en las puertas de la universidad,
cuando salieron los estudiantes de botánica,
pasaron sin decir una palabra,
frente a la monja que mostraba sus membrillos.
Más tarde salieron los de ciencias del derecho, que al ver
a la monja establecieron puro conjeturas sobre senos expuestos,
monjas locas bastardos que se aporrean mujeres.
Se entabló una discusión infinita, aprovechada por la monja
para desvanecerse en el acto.
El texto seguía con una vecina cariacontecida llena de humo;
el auditorio no respiraba, solo seguía la lectura y contemplaba
el perfil aguileño de la autora como una mariposa posada
en la rama del membrillo. Leyó que la vecina
fue hallada en un bosque de amaranto con la falda
subida hasta la cintura, las piernas abiertas como una muñeca,
con su calzoncito rosa tirado cerca de los árboles,
así recibió a cuanto transeúnte se atrevía a detenerse
y depositar su liquido rojísimo con el que se preñaría.
La vecina contaba: uno, diecisiete, veinte y tres…y en eso
apareció, en el recinto, ese niñito que salió atrás del perro,
ahora todos le vieron convertido en hombre,
había pasado tanto tiempo, su madre le reconoció de inmediato
e hizo un espacio a su lado,
el niñito-hombre grueso, tosco como tendero de pueblo,
levantó la mano, apuntó con el índice hacia su madre
y fue y se sentó a su lado, no hubo ni murmullos ni susurros,
tampoco el vaho de hipocresía se impregnó;
la lectura seguía su ruta rauda, la voz grave y saltarina,
cantaba como un salmo: que alguien vestido de novio
quería casarse con Nubia, la hija del carnicero,
que él vestido con traje blanco y camisa gris,
se había apostado en la esquina a esperar por ella
para abordarla y casarse, pero ella no salía porque
despostaba reses, metía el cuchillo en las carnes del vacuno,
salpicándose de sangre, como si un animal negro,
se hubiera resistido a su muerte y hubiera relinchado
con la aorta abierta.
Nubia caminaba a la puerta de la carnicería,
con los cuchillos en las manos, una y otra vez;
miraba al novio en la esquina, musitaba frases inentendibles,
sus ojos se agrandaban, se ponían saltones viendo al novio
en la esquina con su traje blanco, camisa gris.
Ella lequeríanolequeríaquerianolequerianooooolequerisiiilanolonq,
no sabía lo que pasaba por su corazón,
solo destripaba vacunos y colgaba la carne
en los ganchos como le enseñó su padre.
Tenía enredado su corazón con una gaza,
era como si su corazón estuviera nublado,
no lograba dilucidar si quería casarse o no quería casarse:
El novio en la esquina pateaba pedrezuelas para distraerse;
una de ellas fue a dar contra un coche rompiendo sus cristales,
el chofer bajo del auto, puso cara de criminal y corrió donde
el novio, quien ni tonto ni lento fue a refugiarse en la tercena;
Nubia le recibió definitivamente con los cuchillos en sus manos.
La lectura concluyó y un hilillo de líquido escarlata escapaba
por el piso mientras una mariposa negra y grande ascendía.
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(traducción al francés)
3 poemas de Al Sur del ecuador,
de Edwin Madrid
Les îles enchantées
Ce sont des éruptions volcaniques apparues dans la mer.
Surfaces rugueuses, calcaires et noires, cicatrices du temps.
Au début la vie n’existait pas, puis les oiseaux arrivèrent et
déposèrent des graines mêlées à leurs excréments ou à la boue
collée à leurs pattes, d’autres pépites résistantes à l’eau arrivèrent
par la mer depuis le continent sud-américain, des troncs flottants
qui transportaient des iguanes, des tortues sortirent de la mer
et devinrent ces géants terrestres, des animaux qui s’habituèrent
à la nourriture trouvée sur les îles. La loi du plus fort.
Vint la sélection naturelle.
Les Galápagos sont à mille kilomètres de moi mais elles et moi
sommes traversés par la ligne équinoxiale. J’ai écouté les récits
des boucaniers et des flibustiers qui y accostèrent,
mais je ne connais pas les Galápagos.
Repère de naturalistes, d’Allemands fous, qui s’y réfugièrent
et y combattirent la nature et leurs âmes.
Je ne les connais pas, mais j’imagine : et si, au lieu de Tahiti,
Gauguin était allé aux Galápagos : la vie reptilienne et ses
sifflements représentés par une lave noire vrillée, plissée,
pétrifiée, d’où s’extraient des sauriens antédiluviens, prisonniers
calcinés au milieu d’une herbe rare et rachitique
comme s’ils avaient été foudroyés.
Tout cela sous un ciel orageux et oppressant d’où
émergent des cônes volcaniques, parmi lesquels se glissent
des tortues géantes haletantes, ou des iguanes qui se frôlent
maladroitement comme de petits démons des ténèbres.
Peintures dignes de tous les diables mais pas de Gauguin.
Darwin a été fasciné par ces représentations des Galápagos
et s’est aventuré dans le mystère des mystères.
Je ne connais pas les Galápagos, j’ai lu la prose
inquiétante de Melville, avec ces immenses cactus,
ce bloc noir peuplé de monstres et d’oiseaux couleur terre qui se posent sur sa tête.
Pour lui les marins perfides étaient transformés en
tortues, un archipel maudit apparu après la fin du monde.
Je ne connais pas les Galápagos et je suis sol calciné, langue fendue et racornie au soleil, les os rongés par le sel, roche râpeuse qui rampe et capture les couleurs douces du monotone horizon bleu, découverte, refuge, eau s’écrasant sur la création divine, vie brisée brandie pour s’adapter aux temps. Je ne connais pas les Galápagos, lente tortue contre les rayons du ciel et les courants marins. Je suis roche râpeuse qui rampe au sol calciné, découverte érodée des couleurs douces, création divine s’écrasant contre la vie, horizon bleu monotone d’os portés par les courants s’adaptant au soleil, refuge suspendu au ciel et à ses rayons calcinés. Je ne connais pas les Galápagos, je suis vie du ciel et de la mer, création du temps, couleurs âpres, eau qui ronge les temps, roche divine, langue d’os racornie, découverte des courants qui rampent à l’horizon, sol brandi calciné, elles et moi sommes traversés par la ligne équinoxiale.
Rue des andes, sud de quito
Nous posions une pierre. Nous faisions quatre ou cinq pas et en placions une autre, on faisait de même quarante ou cinquante mètres plus haut ou plus bas dans la rue. Une fois le terrain tracé, on formait des équipes en jaugeant les joueurs. Nous décidions d’un enjeu et d’un tableau d’affichage et la partie commençait. C’est dans la rue des Andes que j’ai appris que la vie c’était s’emparer du ballon malgré les crocs en jambes et les coups de pieds. Mais « Betancourt le petit prince », le fils du cordonnier était un prodige de génie, de roublardise, il faisait apparaître et disparaître le ballon face aux adversaires, qui humiliés se jetaient à ses pieds pour anéantir tant de magie. J’aimais le voir jongler avec la balle jusqu’à se retrouver encerclé par trois ou quatre adversaires qu’en plongeant il entraînait derrière lui me laissant le ballon à l’endroit parfait pour marquer le but. Nous en avons marqué beaucoup, des buts. Mais jamais je n’oublierai le match contre les mauviettes de la Villa Flora, nous perdions 0 à 3 ; alors « le petit prince » a fait éclore un bouquet de gardénias, surgir le soleil en pleine nuit, brandi une guirlande de pierres précieuses, planté l’amour dans le flanc noir d’un taurillon, nourri les âmes perdues de l’enfer, composé une musique sans fin, carbonisé l’ennui et fait entrer la fanfare. Il a été un ange fustigeant les marchands, a blessé à mort les laquais, allumé le feu dans les yeux des enfants, fait pleuvoir sur le Sahara, effacé toutes les frontières, traversé la Mer Rouge à pied sec, mis dans sa poche tous les passants qui s’étaient arrêtés pour le regarder. Il a dribblé les réverbères, maisons, voitures et tas d’ordures du quartier, il a embrassé l’une après l’autre les plus jolies filles, scandalisé les dames, offert un ciseau d’or pur au photographe, fait une roulette pour tromper les éléphants qui portent la planète, et il a laissé ce ballon polyédrique refléter l’usage de notre temps.
Marosa di giorgio lit dans un bar de medellin
Elle était un papillon avec ses poèmes dans un bar.
Elle portait une robe ample en taffetas fuchsia ornée de tulles noirs et bleus,
l’endroit était sombre, une seule lampe éclairait vivement son livre.
Elle ne lisait pas, elle célébrait une messe pour de nombreux fidèles qui
gardaient silence hypnotisés par sa voix alerte et grave.
Des missels de coupe érotique incrustés de parterres
de pierres précieuses sortaient de sa bouche, des mots
gonflés de branches, touffus,
lourds d’épines, de fleurs, lianes, chèvrefeuilles,
qui s’enroulaient autour des poutres du plafond.
Le sol était couvert d’herbe, qui grimpait le long des pieds
des chaises et des jambes des jeunes filles dont
les yeux débordaient presque de larmes,
tandis que la voix alerte et grave récitait
son chant numéro trois, un rhizome de mots pointus
enchevêtrés dans le maquis sauvage de la nuit.
Personne ne disait rien, elle seule nommait des choses obscures,
vrillées comme des barbelés s’insinuant dans les oreilles, atteignant les fibres
du désir et de la lâcheté.
Le public se retenait, comme si quelque de chose de mal
allait advenir, comme si tous ceux
qui assistaient à la messe, en sortiraient aussitôt
désespérés pour embrasser leurs proches morts et oubliés.
Une odeur de naphtaline se répandait dans l’air,
on avait envie de s’agenouiller, de pleurer sans retenue,
mais un chien, noir, étrange, arriva, qui montrait les crocs,
se faufilant entre les tables et les chaussures des gens,
il finit par grimper sur la table, à côté de la lampe.
Il avait les yeux exorbités et vitreux,
il se ramassa comme s’il allait bondir sur quelqu’un,
elle se mit à le caresser tout en lisant,
le chien noir et hirsute s’amadoua sur la table.
Personne ne bougea, ils écoutaient et regardaient le chien
au pelage épineux prendre ses aises pour dormir.
Un enfant, un de ces petits enfants qui ne comprennent pas
encore le monde ou que le monde ne comprend pas, désigna
de son doigt accusateur le chien, sa mère,
le remarquant, replia le bras de l’enfant qui
désigna à nouveau le chien, à nouveau sa mère lui replia le bras;
l’enfant fit un geste têtu et leva encore la main dont le doigt
visait le chien, sa mère alors le frappa
et on perçut un son vague et sourd,
comme un murmure étouffé de voix,
à l’instant même où le chien se cabra
et sortit de la salle la queue basse,
sautillant comme un lapin de feutre crasseux,
les yeux de l’enfant brillèrent et il le suivit,
quittant le bar où la voix résonnait plus fort, pour
être entendue même par ceux qui étaient à l’extérieur.
Elle évoquait l’histoire d’un oiseau à quatre pattes
qui ne pouvait voler, il arpentait en doubles enjambées
une cage : dès qu’il arrivait à un bout, il repartait dans
l’autre sens, ses pattes s’étaient muées en piliers musclés,
puissantes, grosses comme celles d’un taureau de corrida,
il sautait sur place et battait des ailes sans pouvoir s’élever.
La voix, à chaque petit saut que faisait l’oiseau
à quatre pattes, s’élevait comme s’il parvenait enfin à voler.
C’était un poème qui se tissait et détissait,
c’était amusant de voir aux pieds de la lectrice,
dans une corbeille le tas de feuilles cornées qui refusaient de perdre la forme des minutes précédentes.
Le bar s’était empli de brouillard, quand s’acheva ce
poème, on entendit au fond quelqu’un mugir et applaudir
avec enthousiasme, mais aussitôt un de ses voisins le fit
taire comme s’il s’agissait d’une agression, alors il se
rassit tout raide face au public, et se figea comme une poule.
Les mots redevinrent une grande cape d’organdi
qui se posait sur les visages humides et sévères qui
espéraient se racheter en écoutant des textes célèbres,
comme celui de la nonne qui montrait son sein droit à
tout homme qui passait ; l’un dit non ma soeur,
j’en ai un à la maison et pressa le pas ; un autre lança,
c’est un sein bleu ciel, je ne me risquerai pas à le toucher,
pour moi la chasse est fermée, je ne succomberai pas et
il s’enfuit dans un labyrinthe puis disparut
entre les quatre murs du désir.
Alors la nonne exhiba son sein gauche et, les seins à l’air,
alla se poster à la porte de l’université,
quand les étudiants en botanique sortirent,
ils passèrent sans dire un mot,
devant la nonne qui montrait ses coings.
Plus tard sortirent les étudiants en droit, qui en voyant
la nonne envisagèrent diverses conjectures sur les seins exhibés,
nonnes folles salopards qui cognent les femmes.
S’ensuivit une discussion sans fin dont la nonne profita
pour s’éclipser sur le champ.
Le texte se poursuivait avec une voisine éplorée et embrumée;
le public retenait sa respiration, il suivait la lecture
et fixait le profil aquilin de l’auteur comme un papillon
posé sur la branche du cognassier. Elle lut que la voisine
fut découverte dans un bois d’amarante la jupe
retroussée jusqu’à la taille, les jambes écartées comme une poupée,
sa petite culotte rose jetée près des arbres,
ainsi elle accueillit tout passant qui se risquait à s’arrêter
et à déposer son liquide rouge vif qui l’engrosserait.
La voisine comptait : un, dix-sept, vingt-trois… et alors
apparut, dans le bar, ce petit enfant qui était sorti
derrière le chien, tous virent qu’il était maintenant devenu homme,
tant de temps s’était écoulé, sa mère le reconnut immédiatement
et lui fit une place à ses côtés, l’enfant-homme gros,
bourru comme un épicier de village, leva la main
et de l’index désigna sa mère, alla s’asseoir à ses côtés,
il n’y eut ni murmures ni chuchotements, le voile d’hypocrisie aussi resta intact.
La lecture poursuivait sa route fougueuse,
la voix grave et alerte chantait comme un psaume:
qu’un homme en habits de fiancé voulait se marier avec Nubia,
la fille du boucher, et que, vêtu d’un costume blanc et chemise grise,
il s’était posté au coin de la rue pour l’attendre
et l’aborder et l’épouser, mais elle ne sortait pas car elle
débitait des carcasses, plongeait son couteau dans la chair du boeuf,
s’éclaboussant de sang, comme si un animal noir
avait résisté avant de mourir et avait meuglé
l’aorte béante.
Nubia s’avançait à la porte de la boucherie,
les couteaux à la main, de temps en temps ;
elle regardait le fiancé dans la rue, murmurait des phrases
incompréhensibles, ses yeux s’écarquillaient,
lui sortaient de la tête à la vue du fiancé au coin de la rue
avec son costume blanc, sa chemise grise.
Elle l’aimaitl’aimaitpasamaitn’amaitpaaaaasl’aimesiii
pasnonnn, elle ne savait pas ce qui se passait dans son coeur,
elle ne faisait que débiter des carcasses et suspendait
la viande aux crochets comme lui avait appris son père.
Son coeur était empêtré dans une gaze,
c’était comme si son coeur était embrumé, elle ne
parvenait pas à décider si elle voulait se marier ou pas.
Au coin de la rue le fiancé tapait dans des cailloux pour
se distraire ; l’un d’eux cogna contre une voiture et en
cassa les vitres, le chauffeur sortit de la voiture, avec une
tête de meurtrier, et courut vers le fiancé qui, ni idiot ni
pataud, se réfugia dans la boucherie ;
Nubia l’accueillit définitivement ses couteaux dans les
mains. La lecture s’acheva et un filet de liquide écarlate
s’écoulait à terre tandis que s’envolait un grand papillon noir.