Sobre «Mara» (2014). Entrevista a Lucas Ryan

 

Por Denise Griffith*

Crédito de la foto (izq.) Ed. Alción /

(der.) el autor

 

Sobre Mara (2014).

Entrevista a Lucas Ryan

 

Lucas Ryan: «Y luego están ––y claro que están–– las personas con las que uno puede de verdad hablar. Como dijo Vallejo, son pocos, pero son».

 

 

Lucas Ryan nació en octubre de 1988. Editó los cinco números de la revista Extrapoesia. En 2014 publicó Mara (Alción ed.). Su cuento “Un barco, quizá”, ganó el segundo premio del concurso Cuentos a la calle (2018). Recientemente, leí su novela Mara (antigua pero siempre actual) y conversamos sobre esta.

 

 

Entrevista

 

 

Denise Griffith [DG]: Mara es un libro fragmentario y de múltiples perspectivas, ¿somos nosotros también seres fragmentarios?

Lucas Ryan [LR]: Diría que sí, porque en la palabra fragmentario está la idea de inacabado, de roto, de maltrecho. No pienso en un puzzle o en la técnica de taracear, sino en piezas imposibles, en encastres que forzamos pero que no encajan. Y así nos sentimos, un poco, ¿no?, como un manojo de piedras.

 

 

[DG]: Borges dijo «Vi todos los espejos de la tierra y ninguno de ellos me reflejó». ¿Qué pensás de esta frase en relación a los espejos que se aprecian en tu narrativa?

[LR]: Pienso que la oración es genial. En realidad, la siento como genial, no creo que la piense. Luego pensar se me vuelve difícil. Por eso escribo, que es una manera de no pensar. Si hay espejos son dos: aquel en donde se mira quien escribe los diarios y el de la mujer del suicida. De alguna manera son el mismo, como todo espejo, que tiene esa única función de reflejar el presente para así olvidarnos de todo lo demás.

 

 

[DG]: Trabajás con la noción de lo colectivo y lo que se iguala, ¿será que a veces en lo colectivo perdemos nuestra esencia?

[LR]: Cuando decís “lo colectivo” no puedo dejar de pensar en “acumulación”, que es una palabra bastante presente en mi rubro. Trabajo con libros y el libro es un objeto que tiende a multiplicarse, alcanza cantidades obscenas que se apilan y que las personas compran, personalizan como “su libro” y lo dotan de una extraña entidad. Como a los hijos e hijas. Lo vuelven suyo y único. Lo escriben, lo doblan. Lo manchan de café o de vino. Lo manchan. Yo también lo hago. Pero no dejo de pensar que en realidad no es más que un objeto multiplicado, grosero y carente de autenticidad, si es que esa palabra en verdad significa algo.

 

El narrador Lucas Ryan

 

[DG]: ¿Solés escribir de la manera minimalista que se puede apreciar en Mara? ¿Cuál es tu visión sobre las formas menos minimalistas?

[LR]: Solía. Suelo. A veces.

Mara lo escribí a los veintitrés años, lo publiqué a los veinticinco. Hoy ya pasaron cinco años. Te imaginarás. Escribí otras cosas en el camino. Ahora estoy prendido en un proyecto en donde el registro es de un barroquismo, si se quiere, del tipo fogwilliano. Pero no tengo una opinión clara entre formas más sencillas o complejas de la escritura. Creo que cada una tiene, o debería tener, su razón en la obra, en qué y cómo se cuenta. Aunque, en verdad, me embolan las prosas románticas, pomposas, sobreadjetivadas y de monólogo interior. Prefiero a un Dostoievski a un Proust, a un Piñera, a un Lezama Lima. Aunque esto último tampoco es del todo verdad.

 

 

[DG]: ¿Por qué “Mara” y no otro nombre femenino? ¿Te guiaste por la sonoridad, la etimología u otros factores?

[LR]: No sé si hay una etimología para la palabra. Sé que hay un cartel criminal en El Salvador que se llama así. O que lo llaman en plural, “los maras”. De hecho, conocí pocas personas llamadas Mara, y fueron todas luego de escrito y publicado el libro. El nombre, que da título al libro y a la época en donde transcurre, salió de conversar con un amigo, un poeta, o examigo y expoeta, hace tiempo que no lo veo. Debe haber tenido que ver con la sonoridad, y con lo visual. Creo que por sobre todo lo visual. Mara es una palabra que me gusta ver.

 

 

[DG]: Las mujeres de este libro son bastante particulares, ¿las sentís más conectadas a lo onírico o a lo terrenal?

[LR]: Escribir es, también, fantasear. Como cualquier otra forma del arte.

Hay mujeres/personajes en el libro que imitan, dentro de mis posibilidades, a mujeres que conocí. A cosas que vivieron ellas y yo con ellas. Y después también está ese intento que uno hace de disfrazarse de un otro u otra. Acá lo onírico. No sé si el colectivo de personajes femeninos del libro se emparente más con un lado u otro, pero creo que siempre intenté escribir fuera de mí.

 

 

[DG]: El interior y el exterior, la necesidad de intercambiar, la escritura ante la incomunicación, «quiero decir… pero escribo» y «quiero hablar de la lluvia con alguien, pero no puedo: todos la conocen». ¿Sucede también al revés: por ejemplo, «Quiero escuchar a alguien pero nadie habla, entonces leo»?

[LR]: Hablar hoy, en la mayoría de los casos, es hablar de nada. Hablar hoy o ayer, imagino que siempre hablar fue así, con o sin medios de comunicación digital. Una manera de llenar el espacio. Hablar es una forma de espera, ¿no?, Don Diego de Zama o Giovanni Drogo dirían que sí. Creo que la comunicación oral excede a la palabra, y que tiene que ver con cuestiones del tipo lingüístico y psicológico. En la entonación, en la postura, etc. En eso somos animales. Luego está la palabra escrita, la carta o el mail, algo que de alguna manera se perdió un poco. Yo intento, de forma muy humilde, sigo escribiéndome mails extensos con personas que viven lejos. Y luego están —y claro que están— las personas con las que uno puede de verdad hablar. Como dijo Vallejo, son pocos, pero son.

 

 

[DG]: Considero esta novela una suerte de inmersión en lo natural, lo primitivo, ¿cuál es tu manera de vincularte con esto fuera de la literatura?

[LR]: Me crie, para los límites de la ciudad, en un lugar con bastante verde, cerca del río, con cierta antigüedad histórica. Luego vinieron los años de CABA [Buenos Aires], que ya suman muchos. Mi relación, de cualquiera manera, es nula, la de un imbécil de ciudad.

Pero tengo una anécdota: la semana pasada, durante la Feria del libro, estando dentro de un stand, vi que una mariposa entraba a vuelo rengo y se me colocaba en la bota. Me agaché y vi que el naranja de sus alas estaba teñido de gris, agujereado. La coloqué en la palma de mi mano y salí. Afuera era un día nublado y ventoso. Me acerqué a un arbusto que tenía frutos naranja y rojo y la dejé arriba de unas hojas. La mariposa se aferró. Después levantó la cabeza y las alas. Pensé que iría a volar o que el viento se la iba a llevar, pero sólo se quedó ahí, agarrada a la hoja, sintiendo el aire en la cabeza, en la trompa y en las antenas. Muriéndose, ajena a todo. No sé cuánto tiempo estuve mirándola, pero me interrumpió una señora que quería sacarle una foto al arbusto.

 

 

[DG]: ¿Qué es aquello que no está manchado en nuestro mundo?

[LR]: Todo, todo, todo.

Salvo nosotros, lo que hicimos.

 

 

2 fragmentos de Mara (2014),

de Lucas Ryan

 

 

(…)

 

¿cómo se cuenta una historia toda así, partida? Deshecha, como la vida, de a retazos, como la tela. ¿La vida? Un montón de cosas sueltas, no rotas, pero sí lejos, que se juntan cuando decimos: la vida, la vida… La de un hombre, la de todos o la mía, tal vez confundida, en una sólo una misma cosa: la vida. Tal vez nieve, fuera, tal vez no. Yo estoy afuera. Soy yo el que miente.

 

 

 

(…)

 

Mamá va adelante. Al lado mío un… no, ya nadie. Caminamos, no sé ya desde cuándo. Mamá está vieja; estamos solos; no andamos ya en grupo. Andamos, nomás, los dos, ayudándonos. El tiempo fue pasando, la gente se fue, aunque somos los mismos. Todo es lo mismo. Me acuerdo del día que llegamos. «Bienvenidos», eso dijeron. A mamá quisieron llevársela y yo no podía, era un chico, no pude hacer nada. Era de noche, el cuarto de piedra, una y otra amontonada, toda junta, negra. Y en el centro una luz, un fuego, el hombre alto y flaco con sus manos haciendo algo, sonriendo. Entonces entraron. Mamá me tiró algo encima y sentí que se levantaba; la escuché hablar primero y preguntar después. Cuando miré por encima de la sábana vi que el hombre flaco tenía una navaja en una mano y que la cuidaba. Me sentí mal, inútil, ni nada. Ahora yo cuido a mamá; tengo un arma, soy alto. Mis manos, un poco blancas, un poco rojas, son suaves, pero fuertes. Maté, crecí; me enseñó.

 

 

 

 

 

*(Buenos Aires-Argentina, 1993). Escritora, traductora y editora argentina. En 2018, publicó el poemario Antojos de desorden y participó de la antología El gran libro de los perros (edición de 20.000 ejemplares). Como traductora, ha traducido poesía argentina al inglés para EE. UU.