Sobre «Las islas aladas» (2015) de Luis Hernández de Luis Fernando Chueca

 

 

Vallejo & Co. presenta este texto a manera de homenaje por el 38 aniversario del fallecimiento del poeta Luis Hernández Camarero, ocurrida el 03 de octubre de 1977 en Buenos Aires, Argentina. Una muerte tan repentina como extraña, tras encontrarse su cuerpo atropellado por el tren de la ciudad.

Debemos mencionar que este texto fue leído por su autor en la presentación del libro Las islas aladas (Pesopluma, 2015), volumen que reune los únicos tres poemarios que el poeta Luis Hernández Camarero (1941-1977) publicó en vida: Orilla (1961), Charlie Melnik (1962) y Las constelaciones (1965).

 

 

Por: Luis Fernando Chueca

Crédito de la foto: Ed. Pesopluma

 

 

Sobre Las islas aladas (2015),

de Luis Hernández

 

 
La historia es conocida. Los sesenta cambiaron la corbata por el blue jean, como dijo alguna vez Toño Cisneros. Y en ese panorama, y más exactamente hacia mediados de la década, Las constelaciones irrumpió con su arriesgado coloquialismo para dejarlo como patrimonio indeleble en nuestra poesía: “Qué tal viejo, che’ su madre”. Es a partir de esa inscripción y de sus diversos desarrollos en los propios poemas de Hernández que Lauer apuntó que “Quien quiera comprender algo de lo que ha significado el tránsito de los 60 a los 70, debe necesariamente leer Vox horrísona, una y otra vez”.

Esto, solo, sería suficiente para dejar clara la importancia de la poesía de Luis Hernández en lo que Alberto Escobar calificó como un nuevo ciclo en la poesía peruana: el de los cuestionadores de la tradición o, según otros, el de su refundación. Dicho tránsito se va evidenciando en el viaje que lleva de Orilla (1961) a Las constelaciones (1965), y que ahora recogen Las islas aladas. Y sin embargo hay muchísimo más que decir sobre el recorrido que hacen y que abren estos poemarios. Está, por ejemplo, el símbolo del mar (y del agua en general: la lluvia, por ejemplo) en Orilla, que sigue siendo importante en Vox horrísona, y la propia figura de la orilla como territorio de frontera, como “límite [… o] linde entre lo tangible y el sueño”, como apuntó en el prólogo de la edición de La Rama Florida Luis Alberto Ratto. En relación con esos espacios liminales Luis escribirá más adelante: “Franqueamos diariamente / El abismo / Entre la realidad y el sueño // Un día perdemos la llave / Estando en el jardín / Y se nos declara // Legalmente muertos / Mas en el corazón / El amar y las ondas / Continúan”. Está también, en Charlie Melnik (1962), la figura del compañero ausente, el tú del libro que es, quizá, como se ha dicho, transfiguración del entrañable amigo y cómplice de varios proyectos, Javier Heraud, o, quizá, un yo de algún modo desdoblado. El poemario nos coloca así en los primeros tráficos entre ausencia, presencia, pérdida y memoria. Y en ambos libros admiramos además la prosodia, la cadencia, el ritmo, algunos asomos iniciales del lirismo radical del poeta y de su capacidad de manejo verbal de la emoción. Pero sin duda en eso “más” que puede hallarse en ese trayecto que se inicia en Orilla y llega hasta 1965 refulge de modo particular Las constelaciones, que recoge y va transformado, a la vez, los hallazgos anteriores.

 

Charlie Melnik. Lima El Timonel de La Rama Florida, 1962. Viñeta de portada Fernando de Szyszlo
Charlie Melnik. Lima, El Timonel de La Rama Florida, 1962. Viñeta de portada Fernando de Szyszlo

 

Ya cité, respecto de este poemario, el verso dedicado a Pound, que da cuenta primera de la llegada a la poesía del luego tan mentado “lenguaje vivo de las calles”, clasemedieras en este caso. Pero el famoso poema, “Ezra Pound: cenizas y cilicio”, no se limita a ello. Más que solo el verso citado, me interesa destacar lo que ocurre en la estrofa en que se incluye: la coexistencia de registros y tonos diversos, casi enfrentados, diríamos, cuyo choque produce un destello auditivo, si cabe la sinestesia. La coloquialidad con que se abre la estrofa, que avanza hasta llegar como punto culminante al verso emblemático (“Ezra: / Sé que si llegaras a mi barrio / Los muchachos dirían en la esquina: / Qué tal viejo, che’ su madre”), frente al tono casi grave, cadencioso, y hasta salmódico, en los versos que siguen: “Y yo habría de volver a ser el muerto / Que a tu sombra escribiera salmodiando / Unas frases ideales a mi oboe”. Se produce entonces una “fricción” que, como diría Francine Masiello, construye un lugar de encuentro que permite un nuevo lugar desde donde pensar, no solo racional, sino sensorialmente. Va emergiendo así algo nuevo en lo que Lauer y Montalbetti, o Lauer solo, no recuerdo bien en este momento, llamaron “la oreja peruana”. Otra música, podríamos decir para introducir una palabra (“música”) que corresponde también al recorrido que se asienta más abiertamente en este libro y que dará lugar, más adelante, por ejemplo, entre muchas otras, a la figura de Shelley Álvarez en Una impecable soledad. El horizonte de la música como seña de las exploraciones a las que lleva la palabra cuando decide enfrentarse con sus límites. En Las constelaciones, además del oboe del fragmento citado, de los nombres de Chopin y de Beethoven, o de los “Cantos de Pisac”, leemos también, en “Difícil bajo la noche”: “Alguna vez existió un hombre marcado por el estigma crudelísimo de la música”. Este sello, que será definitivo en todo Vox horrísona, es uno de los factores que hacen que en el caso de Hernández no podamos hablar solo de “registro conversacional”, sino de una complejidad expresiva y discursiva mucho más compleja; híbrida hasta cierto punto.

 

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Y no debemos descuidar otros aspectos. Frente al cliché del poeta juguetón y despreocupado que muchas veces se prefiere, o a la imagen de un lírico casi adscrito al arte por el arte, aunque en una lengua modulada de otro modo, Las constelaciones anuncia también una veta hernandiana muy atenta a lo que se suele llamar “mundo exterior” e incluso a sus zonas de más dura oscuridad, aunque siempre con un dejo que lo aleja de los usos más comunes al respecto en sus contemporáneos. En esta veta está por ejemplo la corrosiva desmititificación, tamizada por el tono lúdico, de la patria: “No sé si deba admirar / Un pasado glorioso / Que tampoco es pasado”. Es decir, casi no existe lo que llamamos país. O como diría el propio Hernández, en la entrevista que le hizo Nicolás Yerovi, a propósito  del “torturado poeta Arturo Rimbaud”, pero en una referencia que amplía sus alcances: “La sociedad ni siquiera está mal. No hay sociedad”. En el poema sobre Ezra Pound encontramos, por su parte, la mención de las “ferias de fascistas” y en “Cuarteto Opus 135”, de la serie dedicada a Beethoven, habla del “recuerdo de Goebbels” y de “Los bosques de Polonia [que] no son tantos / Si por cada judío que yo he muerto / Se me diera una placa de madera”. No se trata de apariciones casuales en la poética hernandiana, como tampoco es accidental la construcción en “por cada judío que yo he muerto”. Son más bien los primeros atisbos de una descarnada y lúcida visión sobre el abuso, el atropello o la violencia sobre el otro que irá adquiriendo en su poesía muchos rostros. Citemos, por ejemplo, otras imágenes de gran resonancia colectiva como la que trabaja el poeta en “Polito de Bélgica”. Recordemos: “Addie mató a ocho millones de judíos / Tú, Leopoldo, asesinaste ocho de negros. // Ahora, que estás con él / En la quinta paila, / Puedes discutir / Cuál de las dos razas, / Perdóname el barbarismo, / Es más inferior”. Pero también, en clave más privada: “voces íntimas” casi, trabajadas como rasguños o cicatrices que quedan indelebles en la piel: “Stabat Mater / Descuajeringada, entregada / A obstetrices somnolientas”, “Twiggy, la malpapeada”  o “El muchacho [que] practica por un cine la mostaza”. Y el propio hablante en algunos poemas, por ejemplo en la reiterada imagen de la comisaría: “Un día, en la Comisaría de Barranco un alférez de la Guardia Civil me quitó un cigarrillo de la boca de una cachetada. Creo que no era alférez, sino mayor o algo así, y que lo apodaban El Incorruptible, por no aceptar poco dinero. Al amanecer, luego de desesmaltarme el incisivo medio superior derecho de un cálido puñete, el sargento me soltó”.

Quiero leer, a propósito de esto, un poema que reproduje en un trabajo sobre Luis Hernández y la ciudad de Lima, publicado en el 2005, que creo que no había sido nunca impreso. El poema está en el archivo de los cuadernos en la web de la Católica y se titula “Misteriosas”:

Una vez, en el almuerzo de San Fernando, me golpeó en la barbilla un muchacho y me reveló que me odiaba

Muchas veces me han golpeado: una vez un alférez en la Comisaría de Barranco; otra vez, un primo que me cuidaba pues yo estaba enfermo.

luego he sentido el tratamiento que los seres humanos proporcionan a los locos

me ha quebrantado el dolor del diagnóstico la mala palabra el grito y todo aquello con que es posible destruir a los enfermos

Una vez, en una clínica, cuatro enfermeros me derribaron y luego una enfermera me inyectó algún barbitúrico.

porque sabían que al ser humano se lo conduce con el terror, se lo vence con el terror

y la lengua del mudo ha de cantar.

 

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“Las constelaciones”, de Luis Hernández. Trujillo: Cuadernos Trimestrales de Poesía, núm. 36, diciembre de 1965.
Crédito: Archivo Mario Pera

 

Deseo terminar con unos párrafos que escribí hace algunos años, pero que siguen correspondiendo a la manera como veo algunas lecturas o construcciones que se hacen acerca de la figura Hernández, y a los entronques, no exentos por supuesto de múltiples mediaciones, entre su vida y su poesía. Esa poesía que, ahora, gracias a Las islas aladas, podemos volver a empezar a recorrer. Leo:

Luis Hernández jugaba. Lo hacía constantemente como lo prueban las innumerables anécdotas sobre planchas voladoras o arrebatos musicales. También varios hermosos y simpáticos dibujos y algunos divertidos –y tan citados– fragmentos en su poesía. Luis Hernández jugaba y lo hacía a veces hasta la exasperación. Y esto puede significar un punto de ruptura entre el simple espíritu lúdico y algo que, quizás, podría decirse estrategia o forma de sobrevivir. Algo que corre el riesgo de quedar oculto bajo la superficie de la anécdota. Cuando Hernández se muestra desidioso, con Alex Zisman, en la entrevista que este le hiciera en 1975, frente al oficio poético (y a la vida), está guardándose una carta, que no expone verbalmente, pero que no deja de ser perceptible: la huella de esa impecable soledad, que parece no esconder que ha surgido de la implacable soledad del verso que tomó de Juan Ojeda.

Las diferencias entre impecable e implacable son patentes. Pero “una soledad / Impecable / Es aún una soledad”, como lo dijo en un poema. La tersura no esconde la profundidad de la herida en la espalda. Aquella que hermanaba al hablante de sus poemas con “Stabat Mater / Sola en la noche […] once veces dolorosa”, con el torturado Rimbaud, con los esquizofrénicos, hermanitos, con los ebrios: con “todos los prófugos del mundo”. Frente a ello –como juró por Apolo, dios de la medicina y la poesía, y de la música–, nuestro poeta sabía que “Poesía es evitar el dolor”. Y eso fue lo que intentó, soñada coherencia, una y otra vez.

Y sin embargo, entre las imágenes comunes más constantes, en estos casi cuarenta años sin Hernández, está la de Luchito, niño grande y juguetón, pase de vueltas, el patita loco del barrio, ¡qué bacán!, con su impecable blanco y su pitillo de marihuana en los labios. El tipo buena onda que no cobraba en su consultorio, y andaba pasando el tiempo entre Breña y Jesús María, o en algún bar de La Herradura. Y las olas, por supuesto, corridas a pechito. Todo ello, sin dejar de ser cierto, no refleja la hondura del personaje. El mito, ya forjado antes de su muerte, y que se reforzó con ella, siempre escamotea: esconde facetas, simplifica o recorta las aristas más agudas.

 

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“Orilla”, de Luis Hernández. Lima: Cuadernos del Hontanar de La Rama Florida. (Edición auspiciada por el Centro Federado de la Facultad de Letras de la Universidad Católica). 1961.
Viñeta de portada: Fernando de Szyszlo.

 

Por ello, más que regodearnos con un diseño construido con los rasgos más amables que se encuentren, o de, algún otro mito, quizá opuesto y también excluyente, hay que enamorarnos de sus palabras, otra vez. Volver a enfrentarnos desnudos a su poesía de plenas desnudeces, acercarnos a esas luces que pueden hacernos daño de tanto iluminar (“una luz que reuní y me friega”, decía Hernández en un poema) y a sus cromáticas vibraciones y reverberaciones, que no pueden dejar incólume, intocado, a quien decide aproximarse.