Hinostroza, por Omar Aramayo

 

Por Omar Aramayo

Crédito de la foto Facebook O. A.

 

 

Hinostroza, por Omar Aramayo

 

 

Conocí a Rodolfo el lluvioso año de 1963, primer gobierno de Belaunde, en Puno. Caminaba con una capota militar, verde olivo, que le llegaba hasta los pies, en compañía de Carlos Henderson; ambos se habían embarcado en Cooperación Popular, programa propiciado por Belaunde, que comprometía a jóvenes universitarios a un voluntariado que implicaba a su generación a insumirse en la experiencia peruana, andina; por eso estaba allí. La idea era buena, no hay que olvidar que Belaunde se inicia como izquierdoso en la política peruana.

Entonces yo cursaba el cuarto de secundaria, Rodolfo tenía veintidós. Noche a noche le dimos mil vueltas a la Plaza de Armas de Puno y otras mil al Parque Pino, y por lo tanto a la calle Lima, cordón umbilical entre ambas, que nos observaba desde sus vitrinas, antes más bonitas que ahora. Yo era un muchachito indocumentado, tenía quince y mi uniforme escolar, del cual debía despojarme presuroso para ir en busca de los poetas que se alojaban en el colegio San Ambrosio, San Refugio, una especie de segunda oportunidad para los estudiantes del sur que habían fracasado en sus estudios. Recuerdo que dormían en bolsas de dormir; pero en fin y al fin, estaban en el Perú profundo. Aunque no creo que descubriese grandes cosas, era huaracino y salió de Huaraz a los 9; así lo rememora en sus poemas.

 

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Hablábamos de Heraud, recientemente asesinado, de los poetas de la generación, de los sanmarquinos; para entonces él ya tenía una idea bastante clara de la poesía, y se encontraba en la gestación de una poética como la que logró después. Hinostroza, después de Vallejo, Oquendo y los indigenistas, es el que más ha innovado la poesía peruana. Además de haberse renovado él mismo, sin negarse; en cada uno de sus libros, es un poeta diferente, saludablemente diferente, y no por ello podemos decir cuál es mejor, cada uno tiene su timbre de gozo.

Luego supe que se había ido a Cuba, que Fidel y la revolución le importaban un carajo, por lo cual le dijeron de traidor para abajo; pocos entendieron que el poder y la poesía tienen carriles diferentes. Me parece que después de cincuenta años no todos han entendido la lección, nunca faltan los obsecuentes, los comisarios, es cuestión de vocación, la humanidad está hecha así, los que hacen y los que creen saber cómo se hacen las cosas; es decir los burócratas consumados y los burócratas consumidores, que quieren administrar la creación.

Lo vi en París, en Cajamarca, y por los caminos de la vida nos trajo y nos llevó, tantas veces, ya consagrado por los premios, siempre con la misma vitalidad, con la misma sed de hartazgo, con sus zapatos hambrientos de caminos, de azares, de ciudades. Alguna vez Ribeiro escribió que no tenía capacidad de adaptación a la ciudad, a París, yo creo que no tenía capacidad de adaptación al sistema. He visto muy pocos seres libres y talentosos como él, extraña alianza: talento y libertad, talento y vitalidad, vitalidad y talento. Y una seguridad a prueba de balas en lo que hacía y decía. Era ronco, pero hablaba claro y fuerte como un tenor.

Hinostroza las pasó mal, tuvo una infancia difícil, por decir lo menos, la familia era muy pobre, con incidentes como el extravío y la muerte de su padre, hasta ser hallado en una fosa común, que más tarde usó como material literario. Lo vivido le dio fortaleza para afrontar una obra basta y diversa, es un escritor orgánico, ningún género le fue reacio, a todos afrontó con inspiración, con galanura y distinción. Además, gastrónomo y astrólogo. Y como si Ribeiro lo hubiese pronosticado, sus últimos años tampoco le fueron fáciles, no correspondieron a su esfuerzo titánico, acezante. El Ministerio de Cultura le dio cincuenta mil soles por el premio nacional, después de tanto forcejeo, una reverenda mierda, si vemos cómo los parásitos de la política nacional se las llevan sin hacer nada por el pueblo que los eligió, o que simplemente no los eligió.

 

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Su poesía, versátil, tuvo un proceso contrario a cualquier maniqueísmo, a cualquier facilismo, que le permitió ganar espacios privados, personales, lo que le valió el reconocimiento no solo de los jurados sino de los jóvenes. Consejero del Lobo, fue un libro sorprendente en cuanto el poema se levanta sobre una sintaxis de grandes abismos, de grandes espacios vacíos, de contenidos sintéticos portadores de belleza y de intensidad, de versos que a veces, da la apariencia, se juntan arbitrariamente; como quien ilumina solamente las facetas más importantes de la realidad, en este caso de su yo juvenil y de la realidad peruana, y de la realidad del momento que le tocó vivir. Tienen la lógica de lo ágil, del reflejo que va de estrella en estrella.

En Contra Natura, extrema el principio de esos espacios vacíos, y la síntesis se hace radical. Es la época, evanescente, perfumada, el secreto engranaje de la historia que se hace evidente por momentos, un halo preciosista bordea el texto; el ímpetu, la fuerza, la conmoción del encuentro con la realidad, la esperanza en el corazón de los niños de las flores, pleno hipismo pero no hizo poesía hipi.

Hinostroza fue un apasionado del grafismo, de los símbolos, desde muy joven, y su búsqueda fue constante. Tiene un breve y valioso estudio donde codifica la lectura de los versos dispersos en la página, sus sentido y significado; así mismo la pesquisa que hizo sobre el detrás de cámaras del Golpe de Dados, en París.

 

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Hasta volver a la realidad monda y lironda, con Memorial de Casa Grande, sencillez tan difícil y elaborada como Contra Natura en lo barroco; la memoria de sus infancia, de su familia, de sus padres, poema dramático alimentado con la retórica del habla y de la narración. Marco Aurelio Denegri alguna vez dijo que eso no era poesía, pero yo ya he explicado varias veces, que Marco Aurelio no sabe nada de poesía. Ni de cocina. Poema extenso, bellísimo, de hondura humana pocas veces vista y sentida en la literatura latinoamericana.

Bien señoras y señores, la fiesta ha concluido. Rodolfo Hisnostroza, se retira, pronto las academias de preparación universitaria llevarán su nombre, sin que sus dueños hayan leído un solo verso suyo. Y talvez aparezca un desalmado como Acuña, que le ponga el nombre a una universidad. Comienza la leyenda y no hay marcha atrás. Por ahora, era la última oportunidad que el Perú tenía para acceder al Nobel; pero en un medio donde la mezquindad prolifera en los ojillos bizantinos de los limeños culturosos, en un país donde la cultura es la última rueda del coche para una diplomacia ociosa como es la peruana, eso era una lejana utopía.