3 poemas de «Eva y La Zarza» (inédito), de Geyser Dacosta

 

Por: Geyser Dacosta*

Crédito de la foto: el autor

 

 

3 poemas de Eva y La Zarza (inédito),

de Geyser Dacosta

 

 

Al minuto de verla

 

Si yo que valgo menos que tú

jamás daría espinas a mis hijos,

Por qué entonces, Padre, mío,

inventaste el desamor.

 

 

Por qué esa mirada furtiva en la gasolinera.

Por qué el acto de un café más tarde.

Por qué la sintonía de nuestras risas.

Para luego ella obedecerte,

                            como si todo, desde el Génesis,

desde que la tenías hechas en tus manos una bolita de barro,

              lo hubieses planeado:

 

 

«Hallaréis en veintidós años un profesor de castellano,

 en tal y tal zona de gas.  Miradlo con deseo.

Miradlo con estos dos faroles de selva luminosa.

Y más tarde, cuando suplique por ti

                                                                abandonadle en la cama

                                                                            como a un perro».

Y en todo te hizo caso.

 

No supongo que desearas revivir tu aullido en mi garganta,

                                                                              pero así parece.

Dolor que por incapacidad celestial

de ser dolor pareciera —Señor perdóname—,

que me hubieses entumecido a principios de noviembre,

abierto de brazos, atravesado por varias estacas de madera,

madera que es dolor,  y yo ser tu espantapájaros favorito.

 

Tú sabes, Señor, que soy herencia de todos los pechos abiertos.

De todas las formas del costal.

Si por mí fuera, en mis huesos llevase versículos cálcicos

                                                        de tu intachable nombradía.

Pero eso de inocular el vicio de matarme voluntariamente a los doce.

Matarme lentamente de ceniza y humo,

matarme de ceniza viva y humo gris saliendo de encerrados pitillos de papel.

                                              No te lo perdono.

Porque todo me llevó a salir aquella tarde de aguacero,

Y al minuto de verla…

 

Por qué inventaste el domingo,

Por qué noviembre,

Por qué el aluvión.

Por qué el televisor sin energía

                        y obligarme a salir de mis muebles tan acomodados.

Por qué el minuto de verla en su esquina

secándose furtivamente los pechos

y luego observarme con sus dos bolas hambrientas,

                                                                                               cuchillos de selva.

 

Por qué me hiciste herencia del hombre más fuerte pero más débil.

Por qué inventar ese encuentro.

Por qué inventar espinas.  Por qué inventar.

 

 

 

El Trueque

 

Mi débil aullido se engarza a la bruma como hierba mala.

En lo alto de esta oquedad, un zigzag de luz.

El mendigo sopla su lámpara, recoge la cuerda, no grita más,

no hay regreso.

 

Aquí ando, Señor, amarrado al lodo como un tronco viejo claustrado

a sus raíces. Confiscándome a la humedad de las rocas.

A la indecisa voluntad de los hongos que no me encarroñan.

 

Aquí ando, apenas, con fuerza en los párpados. Manoteando

las mil tentativas de esa luz que se turna para golpearme

y que jamás llega, cuando yo

que he firmado tu apellido con mis rodillas,

y cercado los ojos para no mirarte,

y que llevo tan divinamente la piel cenicienta de tus serafines,

anhelo de un solo golpe aquella invasión de mi hermana.

 

Pero atiendes más a las nubes que se embelesan con la noche.

A la luna tan siempre lejos del infinito que eres.

Y cuando llega el turno de ayudarme, bostezas.

 

Por eso mi aullido que trepa las paredes con sus patas de clavo

hasta alejarse del abismo  y la oquedad que me he vuelto.

 

Y nadie me escucha.

 

Yo no quiero la luz que parte de las mismas velas;

de los mismos mendigos fortuitos que en lugar de agua,

aquí  en el pozo intentan sustraerme.

 

Luz de infantes que no se cansan de pedirme el balón.

                      ¿Seré yo el balón que ellos tanto…?

Infantes con ojos muy largos como chinos hambrientos.

 

Mi hermana es buena y bondadosa, pero lenta.

No fue lenta cuando colgó su vestido intacto de boda:

cual huracán de saliva, y yo, callado,

con estas dos manos pesadas como esponjas de mar

absorbiendo su rostro el par de anillos que no llegó,

                                                                                               el suicidio.

 

Su muerte me sembró el cuerpo de espinas.

 

Pero es mi hermana, Señor,  y si he de elegir entre ella y tú…

Pero es mi hermana, Señor,  y si hubieses creado la tierra,

cuatro días tú y el resto tu hermana, en lugar de insertarle en el cerebro

la voluntad de tragarse  el frasco de pastillas,  la hubieses dejado loca,

olvidada en el sanatorio  donde me encuentro.

 

Fuiste severo con ella pues nunca has tenido una hermana.

 

Libérala, Señor, pues, de su cuerpo en llama fantasmal

y que me invada en luz,

a modo de trueque,

y que use mi cuerpo y yo su energía.

 

 

 

Si el lunes supiera

 

Yo que soy agnóstico, casi ateo, me he despertado anoche

orándote Señor.

Soñaba que alguien me apretaba el rostro

—el dolor era intenso y real—  al despertarme la supe tu mano.

Entonces extrañamente, mi mujer: yo dormiría en el sofá:

 

Me he peleado anoche con ella.

En aquellos vozarrones que atrapaban las paredes,

como esponjas marinas, toda la ira de su cansancio.

De su última voz, como si la boca se abriera del tamaño de un túnel,

dejó salir su rutinario jinete, esto es:

                                                                «Arréglate, animal, que no pareces gente».

 

Esa es mi rutina padre,

arreglarme para mi mujer,

y mi derrota: evitar su batalla.

 

Por evitar el grito me acostumbré al silencio.

Por evitar discordias acepté el buen gusto de sus colores.

Por impedir el sudor bajo sábanas duermo doblado en el sofá.

A mi mujer no le hablo en las mañanas:    mi aliento le estorba.

 

Soy los pelos en la ducha.

Bajar siempre la tapa del inodoro.

Y solo cuando me masturbo, murmullo al agua

                                                                                                el nombre de la vecina.

 

Esa es mi derrota, señor:

me volví el best-seller de mi mujer:

 

1)                 Corte engominado de cabello.

2)                 Corbata prolija, azul petróleo.

3)                 Uñas a medio centímetro de la carne.

4)                 El mentón lampiño dos veces por semana.

5)                 Las fotos impecables en Facebook e Instagram,

                            siempre sonriendo, a lo idiota,

                            como vendedores de Herbalife.

 

Pero, lunes: ¡ese hombre bonito no soy yo!

 

 

 

 

 

*(Caracas-Venezuela, 1980). Vive en Montreal. Ganador del X Premio de Cuento de PCM (2016) y del VII Premio de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores, mención narrativa, por su obra Los Hijos de Israel. Eva y La Zarza es su primer poemario.